Andrés Manuel López Obrador quiere ser como Benito Juárez, pero se encamina a pasar a la historia como Vicente Fox: un presidente de frases pegajosas, locuaz en las formas, que marcó un hito democrático, con quien el votante se encariñó, pero cuyos resultados de gobierno no estuvieron a la altura de las expectativas y representaron una oportunidad perdida.
Un hombre querido como persona pero reprobado como presidente. Divertido pero ineficaz. Cabeza de un gobierno sobrado de adjetivos pero escaso de sustantivos. Muy bueno para decir las cosas, bastante malo para hacerlas. Un natural para ganarse los titulares de la prensa, pero con gran parte de la opinión publicada en su contra. Capaz de hacer hablar a los medios sobre la más absurda nimiedad en lo que no consigue cuajar ninguna transformación a la altura de su histórico triunfo electoral.
Que usó la corrupción del PRI para llegar al poder, pero que una vez ahí, se alió con los mismos a los que había incansablemente insultado. Y cuando la corrupción tocó la puerta familiar, prefirió mirar a otro lado.
La comparación no va a gustar a ninguno de los dos políticos mexicanos. Se detestan, se desprecian. Pero se miran al mismo espejo del político que dejó todo el talento en la campaña y no se guardó nada para el gobierno. Que desperdició en batallas perdidas de antemano el enorme capital político con el que asumió la Presidencia. Que dilapidó la popularidad en necedades personales.
Hoy, Andrés Manuel López Obrador rinde lo que oficialmente es su Segundo Informe de Gobierno, pero que en realidad es el séptimo, o el octavo si contamos también el discurso de toma de posesión. En todos dice prácticamente lo mismo. El problema es que los tiempos ya no son iguales. El 1 de diciembre de 2018 era el hombre que quería transformarlo todo, el representante de la esperanza de un pueblo que por fin vería la suya. Hoy, 1 de septiembre de 2020, es el político que ha fracasado en la gestión y en el ejemplo.
Fracasó en la gestión porque la economía había empeorado en su gobierno y encima llegó la pandemia; los servicios de salud habían empeorado en su gobierno y encima llegó la pandemia; y la inseguridad había empeorado en su gobierno y ahí sigue, estancada en lo alto de un pico que se vuelve meseta de sangre.
Fracasó en el ejemplo porque el presidente que acabaría con la corrupción ha demostrado que cuando se trata de los suyos, la protege, y al hacerlo, la valida, y fija las reglas del juego. Lo delata su reacción al video de su hermano recibiendo paquetes de dinero de su funcionario estrella. El presidente asumió el papel del orgulloso delincuente: justifica el delito y al hacerlo, aceptó que supo del delito, que se cometió el delito y que él avaló todo.
Extraviado en su brújula moral y reprobado en su gestión como gobernante, el presidente López Obrador está, sin embargo, a tiempo de dar un golpe de timón y enderezar el rumbo del navío. Le queda bastante capital político y le faltan cuatro años de gobierno. Es más que suficiente para corregir y avanzar.
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